24/10/2020

Valentina Rivero -- La flor negra

 (Trabajo del Taller de Narrativa 2020.) 


No hay martirio más grande que el hondo desconsuelo
de suspirar ausente de los paternos 
lares, y deshojar la rosa negra de los pesares 
bajo la indiferencia de otro sol y otro cielo.

   Nicolás Guillén, Páginas vueltas.


Rosa podía oír el sonido del mar con mucha dificultad mientras se colocaba cáscaras de papa, muy chiquitas y mojadas, por toda la cara.
Siempre creí que hacer eso era una estupidez, pero crecí con ella explicándome que dichas cáscaras sirven para calmar la fiebre, o algo así. 
La anciana, de no más de 1, 49m de altura, interrumpió voluntariamente aquel trance en el que se encontraba sumergida. No estaba triste, ni melancólica, sino que ¡las olas son tan ruidosas!, se decía a ella misma. Hablar sola se termina convirtiendo en un hábito. Siempre compitiendo entre ellas porque, claro, es entendible que todas quieran ser las primeras en llegar hasta esa parte del océano que te abraza. 
Calma.
Pero al mismo tiempo, era como si el agua le susurrara una pregunta. 
¿Cada uno de tus movimientos fueron correctos? —escuchaba Rosa a lo lejos. Así que se levantó, abandonando su asiento de madera, y digamos que una rara intuición arrastró sus pies hacia el espejo que estaba en el baño. Y se miró, muy de cerca, como quien no reconoce su propio rostro repleto de papas. Pero algo andaba mal, detrás de ella había un rostro que pudo reconocer al instante. Tenía ojos malos. Era su mamá, fallecida hace más de 30 años. Mal presagio. 

Vanesa González -- Mariano el barrilete

(Trabajo del Taller de Guión Cinematográfico 2020.)


Es un día especial para la familia RODRIGUEZ. Los hijos de la familia son OSCARCITO y JOSESITO el hermano menor que cumple 6 años la próxima semana, y entra a la escuela primaria. Ya se cree Mayor.

JOSESITO recibe muchos regalos pero el que más le gusta es el de su hermano mayor OSCARCITO. Los dos son muy inquietos y cruzan el campito que está detrás de su casa acompañados de la mano de MARIANO.

MARIANO es un barrilete multicolor. El padrino de OSCARCITO se lo regaló cuando nació su hermano JOSESITO porque él estaba muy triste. En realidad lo hicieron entre los dos.

OSCARCITO siempre conversa con MARIANO cerca del arroyito saltarín debajo de un arbusto donde admira a MARIANO por volar y él lo alienta para que encontrar la forma de hacerlo.

Un día pasa doña MARIA para cortar camino atraviesa el campito. Al ver a OSCARCITO hablar solo empieza a murmurar. Piensa que tiene la misma enfermedad que su padrino, el que se creía artista y hablaba solo.

Transcurren  unos días y MARIANO no quería salir, se encapricha porque es muy mañoso. Se parece a OSCARCITO. La causa es que había visto una mariposa, la cual, no necesita ayuda para volar y MARIANO quiere ser como esa mariposa.

Hasta que OSCARCITO lo convence. Pero OSCARCITO fue creciendo y cada vez salían menos pero conversaban más.

Hoy OSCARCITO  tiene 15 años y está muy contento porque aprendió  a volar con su  skate  y  su hermano sigue con MARIANO.


Marina Solsona -- 101

 (Trabajo del Taller de Escritura para Jóvenes 2020. Género: cuento.)


Lunes 19 de marzo.

Respiró profundo. Contó hasta ciento uno una vez más.

Abrió la puerta. Subió los tres pisos que lo separaban de la sala de espera. Treinta y seis escalones para ser exactos. Cuando entró a la habitación, se distrajo mirando los trece diplomas que estaban colgados en la pared. Desconfiaba de la gente que ostentaba sus logros, pero le gustaba el número trece. 

En el fondo había una gran biblioteca con uno, dos, tres...veintiuno, veintidós, veint… La secretaria detuvo la cuenta preguntándole su nombre. Le contestó, un poco fastidiado por la interrupción. Siguió contando. ¿Dónde se había quedado? Ah sí. Veintitrés, veinticuatro, veinticinco… doscientos diez, doscientos once…

–El doctor lo atenderá en cinco minutos, si quiere puede tomar asiento –volvió a interrumpir la muchacha desde atrás del mostrador, señalándole seis sillas azules.

Terminó de contar, al fin. Doscientos cuarenta y tres libros.

Se sentó a esperar en la silla que se encontraba a mayor distancia del “toilette”, intentaba mantenerse alejado de los interminables azulejos que caracterizaban a la mayoría de estos.

Cinco minutos. Siempre se hacen siete. La sesión duraría una hora, eso le habían dicho. Cuatro minutos extra entre el saludo y el descenso de los treinta y seis escalones que lo separaban de la calle, debería bajarlos rápido. Más el tiempo que tardaría en conseguir un taxi, un aproximado de diez minutos a esa hora, que lo dejaría en la puerta del edificio veinte, veintiún minutos después. Una vez allí, subiría los cuarenta y ocho escalones hasta su departamento y se daría un baño. De esta forma llegaría con tiempo justo para cenar a las nueve en punto. Siempre cenaba exactamente a esa hora y terminaba 9:25, cuando comenzaba a lavar los platos. Luego de cepillarse los dientes, leía un rato y cuando el reloj marcaba las diez cero cero se dormía. Siempre se dormía a las diez en punto, para luego de ocho horas, a las seis en punto, despertarse e ir a trabajar.

Miró el reloj. Habían pasado treinta segundos.

Cuando iba al colegio sus compañeros le decían “El cuentacosas” –cada tanto, alguno “se pasaba de la raya” y, por ejemplo, le gritaba “a ver si esta vez la agarras Newton” mientras le revoleaba una manzana por la cabeza–. En el recreo, se agrupaban alrededor de él y tiraban sobre la mesa todos los útiles que encontraran. El pobre se quedaba horas contando mientras los mocosos se reían a carcajadas, hasta que se aburrían y se ocupaban de mortificar a algún otro “rarito”, pero ningún blanco era tan divertido como “El cuentacosas”. Lo mostraban a los alumnos de los demás cursos como un muñequito de circo. A los catorce años, cuando lo diagnosticaron, sus padres decidieron cambiarlo a otra escuela, quedaba mucho más lejos de su casa, pero, por lo menos, allí nadie lo molestaba y tenía muchos amigos.

Debía admitir que el apodo que le habían puesto los crueles adolescentes era bastante atinado. Él contaba cosas, él contaba todo. No porque quisiera, claro está. No lo podía evitar. No era capaz de estar en una habitación sin contar todo lo que se encontraba en ella. Una vez, en el colectivo –medio de transporte que aborrecía–le contó las 333 flores al vestido de una señora y se pasó veinte cuadras de su parada. Y eso no fue nada comparado con la vez que estuvo ocho horas en un aeropuerto, contando los distintos productos del free shop. De manera que nunca más se le cruzó por la cabeza irse de vacaciones a Uruguay ni a ningún otro lado o, por lo menos, no en avión.

Miró el reloj preocupado, habían pasado dos minutos y doce segundos. Se puso nervioso. ¿Qué pasaría si el doctor no llegaba a la hora que le habían prometido? Los cinco minutos podrían hacerse quince en lugar de siete. ¿y si al salir no encontraba ningún taxi? ¿O el chofer chocaba por accidente? Debería ir caminando o tomarse el colectivo. ¡No, el colectivo no! ¿Y si todo esto sucedía? No podría comer a las nueve ni dormirse diez en punto, por lo que no descansaría las ocho horas necesarias y estaría agotado todo el día. ¿Y si por el sueño no escuchaba la alarma y se quedaba dormido? ¡Llegaría tarde a trabajar! Nunca había llegado ni un minuto tarde a trabajar. ¿Y si lo despedían? ¡Perdería el trabajo porque un estúpido doctor se retrasó diez minutos más de lo acordado y el desatento taxista chocó con el auto que se le atravesó!

Se levantó de la silla, invadido por la desazón, con la intención de irse lo más rápido posible a su casa. Le sucedía muy seguido. Él lo llamaba el “eterno retorno”. Era un ciclo sin fin. Cualquier cosa que alterara –o potencialmente pudiese alterar–su impecable rutina, lo ponía muy nervioso y siempre sucumbía. Volvía a su departamento inquieto y angustiado. Recién cuando estaba protegido de la desgracia, sentado en su sillón, respiraba profundo, contaba hasta ciento uno y lograba calmarse.

Estaba abriendo la puerta, cuando una mujer irrumpió en la habitación bastante alborotada y lo golpeó por accidente. Debía ver al doctor T ya mismo. La secretaria intentó calmarla y le dijo que en cinco minutos estaría aquí y podría hablar con él.

–Dos minutos –le corrigió nuestro protagonista–; hace tres minutos dijo que eran cinco.

–Dos minutos –repitió la secretaria, avergonzada.

–Además –dijo, dirigiéndose ahora a la alborotada mujer–, yo estoy antes que usted.

Al decir esto no puedo evitar mirarla. Ésta estaba disculpándose, pero él no escuchaba nada de lo que le decía. Su hermoso rostro estaba invadido de incontables pecas y sus brazos colmados de lunares, que eran los círculos más perfectos que había visto, como si alguien los hubiera dibujado, minuciosamente, con un compás sobre su piel. Llevaba puesta una camisa repleta de diminutos puntos negros, su mayor suplicio, la única figura con la que se perdía al contar y siempre debía volver a empezar. Un cinturón con tachas –también incontables, desde ese ángulo–sostenía una larga pollera roja, que permitía que se viera solo la última porción de sus pálidas piernas, también llenas de lunares, al igual que sus brazos.

Se quedó mirándola perplejo. Era la cosa más preciosa que se había cruzado en la vida. Era un sueño. Y a la vez, una pesadilla. Todo en ella era infinito. Su belleza y sus lunares. Nunca podría terminar de contar.

Estaba pálido, todo le daba vueltas.

–¿Se siente bien? –le preguntó la hermosa mujer, al ver que tambaleaba.

–Sí, solo estoy un poco mareado. Necesito sentarme –contestó, y ambos se sentaron.

Ella lo miró. Los penetrantes ojos marrones lo atravesaban y se acaloró. Estaba muy nervioso.

–Me llamo Ana –dijo y sonrió.

–Tomás –contestó él, mientras hacía un gran esfuerzo por no contarle los increíbles dientes.

Ana. A-N-A. ¡Qué maravilloso nombre!

Comenzaron a hablar, al principio tímidos, pero poco a poco se fueron soltando. Ella le confesó que acumulaba cosas. Él, que contaba cosas. No pudieron evitar reírse por la ironía de la situación. Ella tenía tantas cosas que él nunca podría dejar de contar. Ella le habló de su pasión por la música, tenía tantos discos que había perdido la cuenta. Él le habló sobre la suya: los números primos y capicúas.

Tan fascinado estaba Tomás, que no se hubiera dado cuenta que habían pasado, no cinco ni quince, sino treinta y nueve minutos, si no hubiese sido porque la secretaria los interrumpió –cosa para la que tenía mucho talento– para decirles que el doctor había tenido un inconveniente y no podría llegar. Reprogramaron para la otra semana.

Ana, que tampoco había tomado dimensión del tiempo, le ofreció –mientras componía una pícara sonrisa– ir a tomar un café, y Tomás –advirtiendo la sonrisa– aceptó, sin dudarlo. Hacía mucho tiempo que no dudaba.

No voy a dar detalles de lo que sucedió luego del café. Solo voy a decir que los infinitos lunares fueron contados y que, por primera vez en mucho tiempo, Tomás no cenó a las nueve en punto ni se durmió cuando el reloj marcaba las diez cero cero. Igualmente, no se asusten, llegó a horario al trabajo.


Lunes 26 de marzo.

Respiró profundo. Contó hasta ciento uno una vez más.

Treinta y seis escalones. Trece diplomas. Doscientos cuarenta y tres libros.

–El doctor los atenderá en cinco minutos.


Inés Sello -- Sobre el Taller de Literatura Fantástica

(Trabajo del Taller de Literatura Fantástica 2020.) 


Interesante acercamiento e introducción a la literatura fantástica. Hacemos un recorrido desde los mágicos cuentos de hadas y las sagas de la Europa nórdica hasta los increíbles mundos de Tolkien y Lovecraft. Monstruos y dragones, ciudades creadas, héroes audaces y justos van habitando las lecturas.

A pesar del tiempo acotado por los cuarenta minutos del Zoom semanal, me he podido asomar a estas visiones de otros mundos, con sus cosmologías paganas y fatídicas, con sus ciclos cósmicos; otros mundos, lejanos a las estructuras heredadas de nuestro Occidente. El mundo parece ya más heterogéneo, más abierto, más generoso. ¡Gracias, Sebastián, por tu entusiasmo y paciencia!


Laura Prezioso -- El hada fucsia

(Trabajo del Taller de Literatura Fantástica 2020.) 


El Rey había sido criado para gobernar con equidad su reino. Pero, al haber sido coronado a tan corta edad, no estaba enterado de las desigualdades de lo que pasaba en las ciudades y en el campo. Las ciudades incipientes se poblaban de vagabundos; el crecimiento anárquico de la pequeña ciudad gótica la había colmado de olores y gentes en estados nauseabundos. Morían en las calles  de pestes que, decían, los atormentarían aún después de muertos.  Sin embargo, el pequeño Rey vivía protegido de los pesares y penurias de la colmena humana que recorría las calles y el campo en busca de los despojos de lo que se consumía en palacio. 

En un lugar muy remoto una niña llamada Margaret, de apenas 15 años, cuidaba a su padre viudo, apesadumbrado por la falta de su amada mujer. Margaret solía imaginar un mundo distinto. Soñaba con un príncipe de ojos azules y buenos modales que cambiaría su vida. Fregaba, cocinaba y lavaba la ropa y las noches mágicas de sus sueños eran el bálsamo que le permitía seguir en su miserable vida. 

Una noche de desconsuelo y duermevela un hada etérea, ingrávida como una luciérnaga, iluminó su cuarto. Llevaba un vestido fucsia con luces y una pequeña varita mágica en su mano derecha. La niña secó sus lágrimas y una sonrisa iluminó su rostro nacarado. El hada fucsia escribió en el aire nuboso de su cuarto el número 3. Y en su interior Margaret oyó una voz que le decía: “te concederé tres deseos”. La niña pidió primero bienestar para su familia, segundo felicidad y prosperidad para su modesto barrio de tugurios y gente inválida y pobre. Pero el tercer deseo fue el que más ilusión le produjo. Enseguida se olvidó de sus otros deseos y sólo imaginó que conocería al Rey. Entonces el hada, con un movimiento de su vara, la vistió con ropas nuevas, llenas de brillos y colores. Acto seguido, la transportó a una fiesta que daba el Rey a un grupo selecto de invitados. 

Junto con su tercer deseo, Margaret recibió el don de la educación,  la finura y el recato. No tardó el Rey, de la misma edad, en posar los ojos en la bella doncella desconocida. Bailaron y hablaron hasta el amanecer. El rey le contó de sus afanes y del orgullo de reinar sobre gentes tan dispares. Se encendió hablándole de sus ideales de equidad y bien común. Margaret le relató los sufrimientos y hambruna entre los que se debatía su pueblo. La niña debía volver a cumplir su misión, ya que era la mayor de una familia de campesinos desclasados. Por eso, la joven expresó al Rey su tristeza porque ya no podrían volver  a verse. 

El rey insistió en buscarla y recorrer el reino. Ante tal insistencia, Margaret le dio su dirección por entre las estrechas callejuelas circulares del desconocido villorio inglés. Hacia el mediodía, con el fondo de trompetas y campanas, el rey se apersonó en la dirección que Margaret le diera. Una niña desaliñada y llorosa a quien no reconoció lo atendió en la puerta. El rey preguntó si vivía allí una joven con la que había departido en palacio. Margaret le contó que había sido ella y el rey no le creyó. Se marchó afrentado y con pena. 

Esa noche el hada fucsia se presentó a palacio. El rey, que no podía dormir, se sobresaltó ante la belleza mínima del hada fucsia que reverberaba y aleteaba ante sus ojos. Sintió una voz interior que le decía: “¿Qué es aquello que te desvela, mi rey?” Y en su mente se reprodujo la imagen bella y mesurada de Margaret. “Es la niña que visitaste ayer por la tarde”, insistió el hada fucsia. El rey no alcanzaba a comprender. “Debes comprender que tu reino está formado por gente pobre y sin destino. Debes abrir los ojos y procurar que toda tu riqueza se esparza con equidad entre las gentes de tu burgo”. “¿Pero… y esa doncella?, ¿la que me visitó en palacio?” oyó en su interior. “Es Margaret, la hija de un campesino pobre y viudo. Ella ha desechado dos de los tres deseos ofrecidos; sólo quiso conocerte. Si realmente te interesaras en ella llegarías a la verdad”. 

Finalmente, el rey formuló su deseo: “Quiero ser uno más de los pobres de mi reino. Quiero presentarme ante la familia de esa joven y ofrecer mi ayuda. Quiero conocer la vida de las familias de mi reino al lado de tan bella y sensata mujer”. Por la mañana, un joven de ojos azules y capa raída golpeó en la puerta de la pobre casa de Margaret. La niña no lo reconoció y el joven ofreció trabajar en su granja. “¡No puedo pagaros!” sentenció la joven. El oculto rey dijo: “No vengo por la paga; con un plato caliente estará bien”. Fue así que el joven William y Margaret  comenzaron a pasar días y noches juntos. Ambos callaban su secreto. La niña soñaba con el rey y el rey soñaba con cambiar las cosas y desposar a la bella Margaret. En palacio, alarmados, los criados anunciaban la fuga o rapto del rey. 

Y llegó el día en que ambos pedirían lo mismo al hada fucsia. Ese día se fundirían sus anhelos más profundos. La niña, apesadumbrada, lloraba por la desaparición del rey y el rey creía que ya había sido suficiente anonimato. El hada fucsia, con su varita mágica, citó a ambos en el mismo lugar, los hizo tomar de la mano y les contó la historia. Con un ademán fugaz el niño pobre se convirtió en el rey ataviado para una ceremonia y la bella Margaret se convirtió en la doncella de ensueños de esa noche de verano en palacio. Juntos de la mano recorrieron las calles del reino y en el palacio se anunció la boda. 

Fueron felices por siempre y todas las tierras del rey fueron pródigas en frutos y mercancías que colmaron de prosperidad a todos los hogares. El hada fucsia siempre sobrevoló el reino aunque nadie recordaba haberla visto. Margaret y William la recordaron hasta que todo se fue evanesciendo con el tiempo. No así el amor de los Reyes más bellos y justos que reinaron con amor y mesura en esa tierra, venturosa desde ese día.


Alejandra Alzogaray -- Mensaje de texto

(Trabajo del Taller de Guión Cinematográfico 2020.)


LORETTA una mujer de 50 años atraviesa un conflicto familiar por estar involucrada en un triángulo amoroso, con su hermana ESTEFANÍA y su cuñado FRANCISCO con el que mantiene un amorío desde hace seis años. Decide poner fin a esta situación, la cual desde hace dos meses se ha vuelto insostenible.  Y envía mensajes de texto a los involucrados sin saber que no todo está bajo su control y termina teniendo un accidente, por lo que es hospitalizada. Esto  deja a los involucrados bajo un halo de intriga que solo será develada cuando se despierte del coma.

María Clara Herrero Ducloux -- Sobre el taller de Literatura Fantástica

(Trabajo del Taller de Literatura Fantástica 2020.) 


No soy una persona amante de la tecnología, y la verdad es que empecé el Taller de Literatura Fantástica sin demasiada expectativa, bastante escéptica ante el hecho de que iba a ser dictado a través de una pantalla.

Sin embargo, desde los primeros encuentros nuestro profe Sebastián se encargó de hacernos sentir un ambiente cálido y súper entretenido, sin perder de vista la parte académica que fuera el motivo de que yo me hubiera incripto.

Las pantallas desaparecieron, y volví a mi infancia con “La Cenicienta” y otros cuentos de hadas que algunas compañeras escribieron a partir de las pautas del profe.

Conocimos el Poema de Gilgamesh, anterior a la Biblia y con tantas similitudes, y peleamos con los dragones de Beowulf. Nos adentramos en el mundo de Tolkien, y logramos aprehender parte de su esencia y entender su mundo a través de fragmentos cuidadosamente escogidos y explicados con pasión.

Ahora estamos sumergidos en el terror de Lovecraft y de Poe, y luego nos esperan obras muy cercanas en tiempo y en lugar, como las de Cortázar, y otras en las cuales seguramente vamos a vislumbrar un futuro incierto, como las de Bradbury.

Gracias, profe, por tu entusiasmo y tu conocimiento, pero sobre todo por tu calidez. Me siento muy afortunada de haber vencido mis prejuicios, y así poder encontrar un grupo al que me encanta pertenecer.

Pía Méndez -- Las tres ventanas

 (Trabajo del Taller de Escritura para Adultos 2020. Género: cuento.)


Quiero… –pensó.

Bueno… realmente no sabía si este era el verbo indicado.

Se devanaba entre quiero, necesito y gustaría.


Al final, da lo mismo –pensó nuevamente, evadiendo el cuestionamiento, aquella pregunta que frecuentemente tenía el poder de ponerlo contra la pared.

Imaginó que cada uno tiene su propia pregunta. Su pregunta acosadora. Aquella, insistente y perseverante que suele repetirse a lo largo del día, o de la semana… o de la vida.

Él conocía la suya, o creía conocerla. Dependía de qué día fuese, o del ánimo, o hasta del clima.

Pero, sentado como se hallaba ahora frente a su computadora, por primera vez le pasó por la cabeza preguntarse cuál sería la pregunta acosadora de su vecina de enfrente. La que justo en aquel momento, veía, a través de su ventana, lavando los platos en su pequeña cocina del departamento del edificio que daba justo al frente del suyo.

O la pregunta del otro vecino… el del departamento de más arriba. No lo conocía personalmente, pero lo había observado montones de veces mientras él tecleaba en su computadora buscando respuestas a su propia pregunta personal. Entre palabra y palabra, miraba pasar al vecino de un lado a otro de la sala, o atravesar el comedor, o cerrar la puerta cuando salía quien sabe a dónde.

También estaba el chico, el más joven, tal vez como de veinte. Vivía debajo de la que lavaba los platos. Él pensaba que era músico, o al menos le interesaba la música. A través de la pequeña ventana podía ver a duras penas, la mitad de un piano de color oscuro, casi negro, que había en la sala. Siempre, o casi siempre, temprano en la mañana, el chico se sentaba frente al piano y por un rato manoseaba como el las teclas: el chico, las del piano, él… las del teclado de su computadora. Tocaban al unísono sin conocerse, sin saber del otro, pero buscando ambos tal vez, solo tal vez, la misma respuesta a la misma pregunta acosadora que se paseaba por los departamentos, por los pasillos de los edificios, por las vidas de la gente, sin pedir permiso, sin tiempo ni hora. Tecleaba la pregunta… la misma tecla siempre, con su sonido repetitivo y sin variación: ¿qué quiero?

Pero aquella mañana, especialmente aquella mañana, mientras el intentaba coser palabras y darles algún sentido, notó que las tres ventanas, justo aquellas tres a través de las cuales podía asir un poquito de otras realidades, estaban cerradas.

Inicialmente lo vio así, de pasada, como cuando vemos y no vemos. Y siguió con sus dedos danzando sobre su teclado, invadido por la música rítmica de las teclas. Miraba de vez en cuando hacia afuera, entre frase y frase, entre párrafo y párrafo. Miraba, pero no veía. Hasta que después de mirar varias veces, tal vez cinco o siete, una parte de su mente notó que faltaba algo allí afuera. Algo faltaba. Algo estaba diferente. Como movido de sitio. Como cuando no te avisan y alguien cambia una silla de lugar, y la pone en otro, y tú te tropiezas con ella cuando vas pasando. Algo estaba diferente. Sí. Ya lo notó. Detuvo la danza de sus dedos en el teclado y pudo al fin verlo: las tres ventanas estaban cerradas. Las tres. Al unísono.

No podía ser.

¡No puede ser! –se dijo.

Una angustia inexplicable lo invadió. Después de algunos segundos que necesito para corroborar la situación, se levantó de su silla y camino hacia su ventana. Parado ante ella, no recuerda cuánto tiempo, examinó y re–examinó la fachada del edificio de enfrente. De arriba a abajo. De izquierda a derecha. De derecha a izquierda. Todas las ventanas de los departamentos abiertas. Solo tres cerradas. Justo las tres enfrente de él. Sus tres ventanas. Porque… ¡eran suyas! ¡Le pertenecían! ¿Quién había osado cerrarlas? ¿Quién se había atrevido, sin su permiso, a eliminar de su paisaje, así, como si nada, aquellos pequeños rectángulos que le constataban a diario la vida? ¿Quién? …O ¿quiénes? 

Después de permanecer un rato allí parado, vino la otra fase. La de caminar como un loco y rápidamente por su departamento. De aquí para allá. De allá para acá. No importaba. No era muy grande su departamento pero había que caminar como fuese. Caminar rápido siempre le había ayudado a pensar. Y ahora necesitaba justamente pensar. Pensar. Pensar. 

Piensa, piensa –se decía a sí mismo. 

Pero, ¿qué puede ser? ¿Que puede haber sucedido? ¿Por qué? ¿Sera simple casualidad? ¿O se habrán puesto de acuerdo? ¿Estarán confabulando estos tres contra mí? ¿Por qué me cierran las ventanas? ¿Por qué me niegan el derecho, que me he ganado a diario, durante meses, a entrar en sus vidas, en sus rutinas? ¡Conozco cada detalle, cada secuencia! ¡Me las sé de memoria! ¡No pueden quitármelas así nada más!

Tranquilízate –se dijo a sí mismo. Tranquilízate para poder pensar.

¿Qué podía hacer? ¿Qué acción tomar?

Inicialmente decidió regresar a su ventana y esperar un rato allí de pie, para ver si las abrían nuevamente. Tres minutos… diez minutos… ¡No! ¡Media hora es demasiado! Ya han tenido tiempo suficiente para abrirlas.

Entonces, en vista de que su angustia crecía, decidió audazmente ir a incursionar la escena del supuesto delito: cruzar la calle e ir a visitar el edificio de enfrente.

Sonaba un poco arriesgado, pero no tanto. Así que se puso su chaqueta para el fresco otoño y salió decidido de su departamento, dejando atrás su computadora sobre el escritorio, todas las palabras escritas y hasta olvidándose de su propia pregunta acosadora. Todo podía esperar. Ahora, lo vital era rescatar sus tres rectángulos de realidad.

Bajo rápidamente las escaleras de su edificio. Eran apenas cuatro pisos. Salió a la calle. Se detuvo en la vereda. Vio a un lado y al otro. No venía ningún auto y cruzó entonces la avenida para aproximarse al edificio de enfrente. De repente, empezó a notar que le costaba un poco caminar. Su ritmo inicial, acelerado e impetuoso, comenzó a disminuir. Más lento, más lento. Cada paso se hacía más corto a medida que seguía caminando e intentaba aproximarse a la entrada del edificio de enfrente.

¿Y qué haré cuando llegue allí? –se preguntó–. ¿Qué estoy haciendo? ¿Cómo entraré? ¿A quién le preguntaré?

Como en muchas situaciones de la vida, en las que actuamos por instinto y no por raciocinio, él se había dejado llevar por la emoción. Cuando consideramos algo vital para nuestra existencia, lo sea o no ciertamente, la razón se duerme… y la emoción reina.

Llegó al fin, arrastrando sus pies lentamente, ante la entrada de aquel edificio elegido. Un gran y hermoso portón de madera antigua y sólida se esgrimía allí, a tal vez tan solo unos tres metros de él, detrás de la reja de metal torneado y pintado de negro que lo separaba a él de aquella puerta.

¿Y ahora? –pensó–. ¿Qué hago? ¿Entro? ¿Cómo entro? Y si logro entrar, después ¿qué haré?

Es curioso cómo las preguntas, en las vidas de las personas, pueden cambiar de un momento a otro. Hace tan solo una hora, él se hallaba en su escritorio, en su casa, preguntándose qué quiero. Ahora, estaba allí, frente a un grandioso portón de madera de dos alas, preguntándose qué hago. Lo que sí es seguro, por alguna razón, es que todas las preguntas… tarde o temprano se repiten.

Mientras todo esto sucedía en su cabeza y él permanecía estático enfrente del edificio, inesperadamente… el portón de madera se entreabrió. Miró cómo lentamente aquel pesado y macizo elemento comenzaba a abrirse. Alguien lo empujaba desde adentro. Un inquilino salía a esa hora del edificio apuradamente. Camino rápido hacia donde él estaba, abrió igualmente la reja negra y pasó al lado de él sin decir ni buenos días, sin ni siquiera notarlo. Él, rápidamente también, sin pensarlo, atajó la reja negra con su mano antes de que se cerrase, y corrió hasta el portón de madera dando tres o cuatro zancadas. Justo a tiempo para lograr también atajar el portón antes de que se cerrase definitivamente.

Entró. Entró al edificio. Allí se hallaba. Un espacio pequeño, de algunos metros cuadrados, fungía de recibidor del edificio. Observó aquel breve espacio con detenimiento. El hermoso piso de baldosas cuadradas de terracota gastada. A su izquierda, adosado a una pared, un mueble de madera clara y medianamente alto, hacía de repisa, y encima de aquel, un bello florero de cerámica blanca y azul con media docena de crisantemos amarillos aspiraba a dar la bienvenida a quienes reparasen en él. Y, enfrente, en todo el medio… la escalera. Modesta, sí, pero suntuosa. Los peldaños de granito jaspeado y semi brillante ascendían elegantemente, invitando a quien fuese, a subir.

Y así lo hizo. Comenzó a subir sin pensarlo mucho.

Llegaré primero al cuarto piso –pensó–, y le tocaré la puerta al chico del piano. A esta hora de la mañana siempre está practicando. Le diré que soy su vecino de enfrente y me presentaré. Cuando abra su puerta, podre ver desde allí, si su ventana continua cerrada o si ya la abrió. Si la tiene aún cerrada, podre decirle: este otoño no ha sido tan fresco como otros, ¿no es cierto? Es que aun recién empieza y algunos días… ¡hasta hace calor! Siempre es bueno abrir las ventanas y refrescar el aire de la casa. Los médicos dicen que es bueno para la salud.

Entonces el chico se lo pensará mejor un momento, e irá a abrir su ventana para que en verdad entre el aire… y ya está, asunto resuelto.

Al llegar al cuarto piso, tocó la puerta del departamento del chico. Esperó. Nada. Volvió a tocar. Nada. El vecino del departamento de al lado, salía en ese momento. 

–El chico no está en casa –dijo al pasar–. Lo sentí salir temprano en la mañana. 

Y el vecino, se perdió rápidamente escaleras abajo.

No había nada que hacer. Así que continuó subiendo por la escalera hacia el quinto piso mientras meditaba: 

–¡Quién sabe a dónde iría! Siempre suele estar a esta hora de la mañana practicando en su piano. ¡Vaya usted a saber!

Se detuvo ante la puerta de la vecina “lava platos”. No conocía su nombre, por supuesto. Era solo la mujer de mediana edad, pelo corto y castaño rojizo hasta los hombros, delgada y con delantal, que enjuagaba uno a uno los platos con esmero cada mañana. A él, se le antojaba linda y risueña. Algunas mañanas, hasta creyó imaginar oírla tararear alguna melodía mientras ella lavaba los platos y él tecleaba con ritmo en el teclado de su computadora.

Tocó el timbre y esperó ante la puerta. Nadie venía a abrir y no lograba escuchar nada adentro. Tocó nuevamente. Un niño, como de unos ocho años tal vez, pasó corriendo a su lado con un balón de futbol en sus manos. 

–Angelina no está –le dijo–. Salió esta mañana temprano con su hijo. Se fueron de viaje, me dijeron, y Octavio me regalo su balón –agregó el niño mostrándole orgulloso el balón color blanco y azul marino.

–¿Cuándo regresará? –preguntó.

–No sé bien. No dijeron. Los dos cerraron sus departamentos y se fueron temprano.

–¿Cuáles dos? –repreguntó.

–Angelina… y su hijo, Octavio, ¡el chico de abajo!

El balón azul y blanco se le escapó de las manos al niño y comenzó a rodar escaleras abajo por los escalones de granito. Pum, pum, pum, pum, pum… y el niño se fue corriendo tras de él. Antes de desaparecer en la curva de la escalera que descendía, volteó la cabeza y le dijo:

–Toque en la puerta del señor Raúl, el vecino de arriba. Tal vez él sepa. Son muy amigos.

Raúl. Así entonces se llamaba el vecino del sexto piso. El de su tercera ventana. El que veía pasar de la sala al comedor. Del comedor a la cocina. Y de nuevo a la sala donde se sentaba en su butaca color verde oliva con una taza humeante en la mano, a beber quién sabe qué bebedizo caliente mientras se quedaba pensando en silencio mirando hacia la ventana.

En varias ocasiones, él, desde su escritorio y a través de su propia ventana, había experimentado la sensación, casi con certeza, de que ambas miradas, la de él y la de su vecino sentado en la sala con la taza en la mano, se encontraban y permanecían ambos mirándose fijamente unos instantes, inquiriendo en silencio cada uno, quién sería el otro.

–¿Quién será ese de enfrente, que cada mañana no hace sino escribir en esa bendita computadora? –se preguntaba a lo mejor ciertamente el hombre del sexto. El de la tercera ventana.

Y él. Cuantas veces no se había preguntado quién sería aquel hombre, que se le antojaba solitario y hasta quizás un poco triste, caminando de un lado a otro intentando hacer pasar rápido el tiempo. Acababa de enterarse de que se llamaba Raúl.

Comenzó su ascenso hacia el sexto piso. Sin saber por qué, iba contando mentalmente los escalones que subía. Uno, dos… doce, trece… Treinta y tres escalones contó, cuando llegó por fin al piso seis. La escalera terminaba justo enfrente de la puerta del departamento de Raúl.

A esa altura de la mañana, él ya no sabía qué pensar. Él, tan racional, tan acostumbrado al análisis y a las explicaciones lógicas, toda aquella situación perturbaba el orden de su mente. Ni en sus momentos más imaginativos hubiera concebido que el chico músico que tenía un piano negro era hijo de “la lavaplatos” risueña de arriba, que además le interesase también el fútbol y mucho menos, que junto al piano tuviese por ahí tirado un balón de fútbol blanco y azul.

–Angelina y Octavio. Así se llaman –dijo en voz alta, pero quedamente.

Tomó impulso en su mente, inhaló aire profundamente… y se lanzó a avanzar tres pasos definitivos hasta el umbral de la puerta del departamento del tal Raúl.

Algo en su interior le decía que sería infructuoso. Que tampoco estaría, como los otros. Pero ya estaba allí. ¡No había subido hasta el sexto piso solo para devolverse en el último momento! Extendió el brazo y tocó el timbre.

Sintió que paso una eternidad… y cuando iba a tocar nuevamente, una voz desde su derecha, una voz de mujer, le dijo:

–El señor Raúl no está. ¿Es usted su familia? 

Era una mujer baja y gorda que con un  lampazo en la mano y un tobo lleno de agua se dedicaba a limpiar el piso del pasillo.

–No –acertó a contestar–. Soy su vecino. Del edificio de enfrente.

–Yo soy Luisa, la conserje de acá. El señor Raúl no va a volver. Se mudaron a otra provincia. Se fueron esta mañana temprano, los tres. Lástima. Muy buena persona el señor Raúl. Lo voy a extrañar. Siempre me daba un dinero extra por limpiar el pasillo. Y… usted sabe… siempre se agradece un dinerillo extra. Con el sueldo que a una le pagan ¡no alcanza casi para nada!

No sabría decir a ciencia cierta cuanto tiempo pasó entre aquellas palabras y cuando por fin logró decir escuetamente:

–¿Se marcharon? ¿Los tres? ¿A dónde?

Cuando el misterio nos sorprende sin aviso, no podemos hacer otra cosa que quedarnos allí parados, casi como tontos, esperando lograr entender algo de forma mágica.

–No me dijo a donde el señor Raúl. Pero da lo mismo a dónde haya sido. Tomo la mejor decisión. Es un hombre bueno y muy trabajador. Pero ya estaba cansado. Creo que ¡cansado de tantas cosas! Del mismo trabajo de años… de su soledad… de siempre prepararse el mismo su café cada mañana… Tomó la mejor decisión. Sí señor. Eso creo.

Para no parecer demasiado interesado en el asunto, dijo como por casualidad:

–Si. Es cierto. Yo opino igual. Estaba realmente cansado.

Y Luisa, aprovechando el momento de poder conversar al fin con alguien mientras seguía automáticamente pasando el lampazo sobre el piso, continuó diciendo:

–Yo siempre se lo dije. Creo que lo aconsejé bien. Le decía: señor Raúl… si a usted le gusta esa mujer… ¡dígaselo! ¡Yo no sé qué está esperando! Creo que ha esperado demasiado. Le puede pasar como al que está en una estación de tren esperando sentado mucho tiempo porque el tren viene retrasado. Entonces, la persona se queda dormida, y cuando por fin llega el tren, allí está él… sentado, dormidote y ¡sin enterarse de nada! Y, ¿qué pasa?... que el tren se va… y lo perdió. Y le dije también otra cosa. No pierda el tren señor Raúl… porque a veces pasa solo una vez. Yo que se lo digo. Sí señor.

A duras penas él intentó hilar toda aquella avalancha de palabras. Luego casi tartamudeó y volvió a repetir:

–Sí. Realmente hizo bien. Yo opino lo mismo.

Se quedó allí un buen rato, en el sexto piso, hablando con Luisa mientras ella terminaba de limpiar todo el pasillo con su lampazo empapado. 

Al final, logró enterarse, en resumidas cuentas, de que hacía algo más de tres meses que Raúl le había hecho saber sus sentimientos a Angelina. Ella le había correspondido felizmente y se lo había contado a su hijo músico, al cual, a su vez, le había parecido una fantástica noticia. 

Hace apenas tres semanas, a los tres les dio un acceso de locura irreversible y al unísono. Raúl renuncio a su trabajo de años. Vendió varias cosas que tenía en su departamento y juntó ese dinero con sus ahorros. Angelina hizo algo parecido y Octavio… vendió en muy buen precio el piano de madera oscura. Juntaron todo el dinero y se mudaron de acá… quién sabe a dónde… a hacer quién sabe qué.

Ya casi cuando se despedía de Luisa para regresar a su departamento, ella le dijo:

–Usted no sabe la cantidad de cosas de las que se entera una siendo conserje y limpiando pasillos. Uno, si pone atención, llega a conocer a todos y cada uno de los que viven por acá. Sus vidas se vuelven como la vida de una. Es como cuando a uno le toca el día de limpiar las ventanas. Al principio están los cristales medio borrosos. Llenos de polvo y de humedad. Pero poco a poco, con paciencia, y de tantas veces pasar el trapo… quedan tan transparentes que se puede ver todo perfectamente… ¡hasta el edificio de enfrente!

Desde ese día, y durante unas dos semanas, las tres ventanas del edificio de enfrente al suyo, permanecieron cerradas.

Hoy se levantó como cada mañana y se sentó en su escritorio frente a su computadora a escribir. Mientras lo hacía, como de soslayo, creyó divisar algo diferente. Levantó la vista y miró por la ventana. Al otro lado de la calle, una de las tres ventanas de enfrente estaba abierta nuevamente. Con detenimiento, pudo ver, a través de ella, a una pareja colgando un pequeño cuadro con unas flores pintadas en él, en la pared de la pequeña sala.

Ha recuperado uno de sus tres rectángulos donde la vida se muestra disimuladamente.




María Teresa Renati -- El reglamento anti-ESI

(Trabajo del Taller de Escritura para Adultos 2020. Género: columna periodística.)


19 de Octubre de 2020

Un colegio exige una declaración antiderechos en noviembre del 2018 en la ciudad porteña, del barrio Caballito. (ALEJANDRA BIRGIN)


El artículo periodístico hace referencia al colegio Calasanz, que obliga a las familias a firmar un reglamento que incluye la oposición del aborto y el consentimiento a una educación sexual basada en el planteo “antropológico y católico” para renovar la matricula de chicos y chicas, para el año próximo.

En el 2006 se sancionó la Ley N° 26.150, que establece la Educación Sexual obligatoria en las escuelas de todo el país, desde el Nivel Inicial hasta el terciario. La Ley señala que la Educación Sexual integral implica la articulación de aspectos biológicos, psicológicos, sociales, afectivos y éticos.

La norma crea el “Programa Nacional de Educación Sexual Integral”, los objetivos del Programa son: integrarla Educación Sexual Integral dentro de las propuestas educativas.

El reglamento de la escuela de Caballito, se impone ante una normativa nacional, amparándose en el artículo 5 de esta Ley (26.150) …” donde cada comunidad educativa incluirá en el proceso de elaboración de su proyecto institucional, la adaptación de propuestas a su realidad sociocultural, en el marco del respeto a su ideario institucional y a las convicciones de sus miembros”.


Fuentes del Ministerio de Educación porteño dijeron a este diario que la escuela no incurre a ninguna contravención porque están amparadas en el art.5 de la Ley Nacional.


El colegio “tiene razón”, pero el artículo 1 de esta ley establece que todos los educandos, tienen derecho a recibir educación sexual integral en los establecimientos educativos públicos, de gestión estatal y privada…

Todo lo progresista de este artículo, según opino al respecto, en cuanto a la avanzada de ampliación de derechos en la última década, quedaría limitado y/o condicionado por el art.5 

Y a su vez se contrapone, con el carácter obligatorio de la ley, “La Ley obliga a todas las instituciones educativas a brindar información, científica, diversa y completa”, y no hacerlo, significa privar a los chicos de sus derechos a la información y a la educación sexual integral. 

Las escuelas están obligadas a brindar información sobre anticonceptivos, diversidad sexual e identidad de género”, explicó a Página 12, María Elena Naddeo, titular del Programa de Atención a la Niñez, Adolescencia y Género de la Defensoría del Pueblo de la Ciudad porteña.

Naddeo, remarcó, que estos contenidos no pueden quedar al arbitrio de una escuela religiosa y la funcionaria de la Defensoría estaría a disposición de los padres que quieran hacer la denuncia.

El problema no son los contenidos de los temas sociales a bordar desde la escuela como aborto, matrimonio igualitario, la ley 26.150 sino el enfoque androcéntrico y binario para enseñar dejando de lado la perspectiva de género y la transversalidad de los contenidos de las materias en el nivel secundario. 

También se deja de lado la afectividad y “el sentir”, como lo plantea, Baáez, Jésica en su tesis doctoral, como dimensión que posibilita a los sujetos reconocerse como sujetos de derechos.

La UNICEF Argentina, señala en dicho informe (Unicef:s /d)-donde se realiza una consulta cualitativa a docentes, estudiantes y padres/madres en Argentina referidos a la implementación a la ley e implementación del Programa Nacional de Educación Sexual Integral-resulta destacable que los docentes consultados/as señalan como un desacierto, la falta de debate sobre la ley y su aplicación como así también la poca información transmitida a la comunidad educativa en general prevista a su sanción.

Para el cierre, sigue habiendo tensiones frente a distintas problemáticas sociales que irrumpen en la cotidianidad escolar y hay que encontrar las respuestas de forma democrática y cuidar los vínculos lo mejor posible.

El debate se debe continuar para garantizar la diversidad de voces y que estén todos los sectores de la sociedad incluidos, como la iglesia, los organismos gubernamentales y por supuestos los alumnos y docentes, es decir es un tema social que nos atañe a toda la sociedad en su conjunto.

 


Diego Sandoval -- Te esperaré

 (Trabajo del Taller de Guión Cinematográfico 2020.)


Son días de otoño, ROMAN un joven de La Plata, se encuentra con SOFÍA su gran amor en la Plaza San Martín, por casualidad. Ella solo le sonrió.  Pero el descubre que desea volver con ella y le pide ayuda a su amigo RIQUELME, un músico callejero que suele tocar  en la plaza por las tardes. Ambos deciden brindarse ayuda. ROMAN para que RIQUELME pueda triunfar con la música, y RIQUELME para que su amigo recupere a la mujer que ama. Finalmente ROMAN decide enviarle caratas a SOFIA expresándole su profundo amor y que nunca la olvidó.  RIQUELME lo ayuda con esta escritura y en base al contenido de las cartas escribe una canción para dedicarle a SOFÍA.  Ella se siente con ganas de intentarlo pero desea que ROMAN  cambien muchas de sus actitudes  y rasgos negativos de su personalidad. Por lo que ROMAN recurre a un profesional que lo ayuda a levantarse y mejorar. Tanto así que junto a su amigo RIQUELME deciden armar una sorpresa para SOFIA. En la plaza le cantan una serenata y ROMAN le regala flores. Al ver a SOFIA  le expresa que va a esperarla,  porque nunca la olvidó.

Claudia Iarussi -- La pandemia tan temida

(Trabajo del Taller de Escritura para Adultos 2020. Género: crónica periodística.)


Todos a casa. No salgan. Cuídense. A lavarse bien las manos con jabón. Usen mucho alcohol en gel. Con guantes. Sin guantes. Con barbijo. Sin barbijo. Sácate la zapatillas. Ponete la zapatillas. Sácate la ropa. Cuida a los viejos, a los más pequeños. Quédate en casa... 

Una pareja que se hallaba en Miami, EEUU, desde el 8 de marzo, escucha en su hotel estas recomendaciones en el mundo entero.  

Se presenta el anuncio del presidente Alberto Fernández decretando la cuarentena obligatoria. Ante este panorama, deciden adelantar su vuelta, programada para el 30 del mismo mes, para cuatro días antes con escala en San Pablo, Brasil y destino final Buenos Aires, Argentina. Pero a último momento, ante el avance del COVID-19, la empresa aérea Latam suspende el vuelo. 
“Nos encontró terminando la tarde y con la sensación de que se paraba el mundo y como hormigas a las cuales les habían pateado el hormiguero, volvíamos a escondernos.”

Qué hacer ante ésta circunstancia impredecible? Optan por quedarse en la ciudad de la Florida, “viviendo con lo mínimo” y manteniendo un diálogo constante con la embajada. Las esperanzas de retornar a Argentina se van diluyendo, a punto tal que desde el consulado les sugieren optar por otra ruta.
A partir de esta recomendación, viajan hacia México, aunque allí se encuentran con una situación más impensada aún. “Migraciones no nos dejó ingresar porque no cumplíamos con los fondos económicos para los requisitos de turismo, ni entrábamos en la categoría de tránsito”,  señaló un integrante de la pareja y agregó: “Nos retuvieron los celulares, pasaportes y mochilas con nuestras cosas básicas, mientras esperábamos un vuelo de vuelta a Miami”. Y agregó que pudieron difundir lo que estaban pasando mediante la excusa de tener “medicación en la mochila” y así usar la laptop “a escondidas”.  
 “Es muy difícil explicarle a una extranjera que mi país cerró sus vuelos. Dependés de la buena voluntad de la gente y la decisión queda arbitraria a quien te interrogue, porque otros compatriotas pudieron entrar y ya están en Argentina”, manifestó indignado.
Y luego comentó que el consulado de Miami los ayuda con “medicación crónica” y que en el hotel realizan ollas populares con “ochenta argentinos más”. En cuanto a su situación económica, dijo que –por ahora– se sostienen por su cuenta mediante “tarjetas de crédito” aunque les generan “muchas deudas”. 
Aún siguen aguardando por “algún vuelo de repatriación” y concluyó: “Estamos muy desesperados, desde el consulado no saben qué decirnos, ni cuándo vamos a volver".
Corona, Covid-19, los chinos, los murciélagos, la sopa y el dengue. Sí, sí, no se olviden del dengue.

Silvia Riganti -- Sobre el Poema de Gilgamesh

(Trabajo del Taller de Literatura Fantástica 2020.)

Sin autor, relacionado con un pueblo, en un escenario y en un tiempo que no están determinados o en un pasado remoto o puede que no, con paralelos bíblicos y/o con la mitología griega, con algún personaje histórico pero con hechos que no existieron. En este marco encontré la lectura de Gilgamesh, soberano de la ciudad sumeria de Uruk y un héroe de la mitología mesopotámica. Tal vez escrito en el 2700 A. C. en tabletas de arcilla. Hay muchas versiones de este relato, historia más antigua que se conoce. Y entonces se lee “… Cuando  Gigalmesh oyó este relato se dio cuenta enseguida de que su búsqueda había sido en vano pues era evidente de que el anciano no tenía fórmula alguna que darle. Se había vuelto inmortal, como acababa de revelarlo por gracia especial de los dioses, y no como Gigalmesh había imaginado por algún conocimiento oculto… lo que buscaba nunca lo encontraría, al menos de este lado de la tumba”.

El taller propone un recorrido muy interesante para pensar la literatura fantástica a través de textos como el mencionado (entre muchos otros) y entre monstruos, dioses, magia, reyes, héroes se descubren o redescubren  lecturas que nos conducen a planteos como el temor al encuentro de la finitud, la gloria, la trascendencia, la inmortalidad, temáticas que se enmarcan en preguntas filosóficas.


Susana Relva -- El pozo

 (Trabajo del Taller de Narrativa 2020.)


Adelina abrió despacio los ojos y trató de enderezarse, hundida en el colchón del catre que rechinaba. No se acostumbraba y le dolía la espalda, pese a que dormía allí desde que habían llegado. Su tía Pascuala, que estaba en el país desde unos años antes, les prestaba una pieza. Su marido Luiggi se había empleado como empedrador para las calles de esa ciudad que había nacido hace tan poco y con esa idea se habían embarcado en el Navarre, en el puerto de Nápoles, hacía ya casi un año, en octubre de 1882. Al menos aquí había trabajo, y mucho.

Desde entonces iba avanzando con su lista mental de lo que quería lograr: había aprendido a manejarse bastante con el idioma, se acostumbraba a vivir en esa ciudad tan plana y cercana al río, no debía extrañar las montañas verdes del pueblo de sus primeros años y debía conseguir su propia casa para vivir. Lo pensó mejor y agregó en un lugar importante de la lista un catre más blando.

Con respecto a la vivienda estaban pagando de a poco un terrenito cercano y en los tiempos libres Luiggi avanzaba en el armado de la futura casita. La construía con chapas descartadas de los barcos, que conseguía en el puerto gracias a un cuidador conocido; las trasladaba después hasta allí con el carro. En el fondo ya había plantado unas verduras y construido un gallinero para albergar dos batarazas. Todo esto ayudaba para subsistir, pero siempre había contratiempos que dificultaban avanzar un poco más allá para completar la lista. Y una de las cosas que más le preocupaba era poder extraer su propia agua para consumir, ya que siempre se posponía para una mejor ocasión. Y por eso todo el día era una sucesión de baldes que iban y venían desde la casa de la tía.


Mientras pensaba eso se enjuagó la cara en el fuentón y miró a su marido, sentado en la cama en camiseta. Pensó en la lata donde ponía los pocos pesos que juntaba, cuando podía juntar, a fuerza de coser y lavar ropa ajena. Creyó que ya era tiempo de intentarlo. ¿Y si Luiggi hablaba con su paisano Mario que era pocero y usaban ese dinero para la excavación? Él sacudió un poco la cabeza mientras se acomodaba los tiradores. Adelina se quedó contenta; era lo más parecido a una afirmación que solía emitir su marido. Al menos no se había negado.

Efectivamente, al otro día le confirmó que iba a ir Mario a ver el trabajo. Ella se vistió con su vestido azul para dar una buena impresión y se cambió el delantal de todos los días por uno que le cubría toda la falda hasta el borde del tobillo y con una pechera con puntillas. Se recogió el cabello en un rodete bien tirante, se calzó el chal de lana y se fue hasta el terreno a esperar a Mario, porque Luiggi tenía que ir a trabajar.

Cuando lo vio llegar le llamó bastante la atención. Mario bajó de su caballo despacito dejando ver su pantalón marrón con tiradores y una camisa que alguna vez fue blanca, con un pañuelito rojo al cuello por todo abrigo. Por detrás aparecía su ayudante, un muchachito flaquísimo cuyos pantalones se sostenían con una soga atada a la cintura y un rostro que no veía el agua hacía tiempo. Ella le mostró el lugar y lo dejó trabajando para volver a la casa a preparar el almuerzo para Luiggi. Cada tanto, sin embargo, se daba una vuelta para espiar y así pudo ver cómo, de a poco, iba apareciendo el trípode de madera con el balde colgado, la pala y el pico que subían y bajaban ahondando el hueco que se alejaba de la superficie del terreno. Luiggi también pasaba al volver del trabajo, se quedaba un rato hablando con Mario y lo ayudaba a retirar el balde, cuando el chico avisaba desde adentro que ya estaba lleno.

Uno de esos mediodías, al volver para almorzar, a Luiggi se le ocurrió acercarse y ofrecerle a Mario si lo quería acompañar a tomar algo a lo de Vargas. Mario aceptó y dejó a su ayudante comiendo a la sombra encargado de cuidar sus herramientas para seguir después a la tarde. Y allá se fueron los dos, caminando por la huella de tierra, hasta la puerta del boliche. Al llegar, apoyados ambos en la barra de estaño, Mario contó con nostalgia que hacía mucho que no iba a lugares como ese porque su mujer lo tenía cortito, pero que a él le encantaba tomar el suissé. Luiggi con una mirada cómplice lo invitó a probar uno. Y Vargas apareció al rato con dos faroles de ese líquido verde lechoso que con ganas se pusieron a tomar. Hablaron un rato, recordando su paese y volvieron, Luiggi a dormir su siesta y Mario a la excavación. Al llegar se encontró con su ayudante tirado en el piso, agarrado fuerte a su panza con cara de dolor. Entendió que a la tarde iba a ser él quien bajaría y el otro, el ayudante desde arriba.

El agujero debía tener poco más de un metro de ancho y ya iba por los tres metros de hondo, así que no era tan fácil bajar. Mario fue descendiendo de a poco y al llegar al fondo agarró la pala y comenzó. El ritmo de la paleada llenaba el balde con la tierra que sobraba y al completarlo, pegaba el grito para que el ayudante, sin soltar su panza doliente, diera vuelta a la polea para izarlo y vaciarlo. El segundo balde vacío iba bajando cuando Mario comenzó a sentir sensaciones raras: su cabeza no parecía estar quieta en su sitio, el piso semejaba arena movediza y la pala no se quería mover. Pensó en subir, pero sus miembros no le respondían, agarrado a la soga pedía al chico que lo suba; pero éste, todavía dolorido, no tenía la fuerza para lograrlo. Mario se sentía cada vez peor y la falta de aire en el hueco no ayudaba.

Mientras tanto, en la pieza, Luiggi remoloneaba para levantarse. Abría los ojos despacio cuando sintió que Adelina lo llamaba desesperada. ¡El chico del pocero, el chico del pocero! ¡Dice que Mario está abajo y grita que se muere! Luiggi salió despedido para el terreno, para escuchar desde lejos un grito opacado ¡Luiiiiggi, … muooooio! Se arrimó al borde para ver la escena que no imaginaba. Aferrado a las paredes del hueco, Mario, más verde que el pasto de alrededor, movía la cabeza y gritaba que lo ayuden. Comenzó a tirar de la cuerda y al rato llegó Adelina con el chico; entre los tres pudieron arrastrar a Mario afuera y dejarlo tirado a un costado, firme sobre el piso, aunque él siguiera sintiendo que el mundo se movía demasiado. Y allí quedó. El chico subió al caballo y partió para buscar a la mujer de Mario que llegó al rato, hecha una fiera. El pobre Mario seguía sin reaccionar pese a las cachetadas que recibía y entre todos lo subieron al caballo y la doña se lo llevó a la rastra. 

Si bien al otro día lo esperaron, Mario no volvió. A media mañana solo apareció el chico, a disculparse de su parte, diciendo que la mujer no paraba de protestar y de jurar que allí no iba a volver nunca más, porque esa gente era muy mala compañía.


Luiggi fue a su trabajo. Adelina llevó, como todos los días, dos baldes repletos de agua para el terreno desde la casa de su tía. Los dejó a la sombra y, mientras pensaba en lo que había pasado, se asomó al hueco sin terminar sintiendo una sensación rara, como si la atrajera. Se enderezó rápido, mientras en su mente avanzaba con una nueva lista: Habría que taparlo con unas maderas, habría que evitar que alguien se cayera adentro, habría que seguir en la pieza un tiempo más, habría que seguir esperando.


Antonia Prada -- Gusanos

(Trabajo del Taller de Narrativa 2020.)

Agonizar: del latín agonizare. Se puede traducir como “combatir”.

Hace días que escucho el pitido de la máquina avisándome que estoy viva, hasta que deje de sonar, entonces alguna médica vendrá a apagarlo y llamará a mis papás. Cuando papá y mamá me visitan apenas siento su tacto, sé que me acarician los cachetes y la mano; también sé que me hablan, los escucho opacos, son un murmullo a lo lejos, como si estuvieran en otra dimensión. Las únicas voces que escucho con claridad son las de ellos, mis gusanitos; son la excepción, las que suenan nítidas, claras y firmes. Nos contamos historias, reímos, me dan consejos, me motivan. No solo se deslizan por mis cachetes y manos, me recorren toda, mis sensores se activan, por fin sienten. Nos conocemos bien, hace tiempo estamos juntos; aunque no se presentaron bien la primera vez que nos vimos. Di un mordisco y alejé la vista, ahí estaba uno: moviéndose entre la carne, como en casa, subí la vista, ahí estaba otro: entre la lechuga y el pan. Me saludaban desde mi hamburguesa. Sentí arcadas y corrí al baño, quizá me había tragado alguno sin darme cuenta, pensé. En mi vómito no vi a ninguno, me alivié. Volví a la mesa e intenté comer; frené antes de masticar, a tiempo. Tiré al tacho de basura la hamburguesa y las papas por las dudas. Pensé en hacer algún reclamo, pero me decidí por no comprarles más comida; si había una hamburguesa infectada, por qué no todas. Me fui a dormir con la panza gritando de hambre y en paz, sin gusanos. Tiempo después entendí que mi vómito no significó lo que pensé, la ausencia de gusanos no significaba que no había comido ninguno, de hecho, había comido muchos. De esos chiquititos y blancos con una punta roja, de esos grises y llenos de rayas, de los largos y marrones. Entendí que estaban en todas las comidas, en todas partes; se camuflaban o se dejaban ver, no importaba. Para el momento en que los vi era tarde: ya estaban adentro, reproduciéndose, pegados a las paredes del estómago, del cráneo, de la glotis. Me hablaban, me aconsejaban, eran buena compañía. Me decían que no me preocupe por el frío, era mejor, era que no tenía grasa. Aprendí a ser pura antes de purificarme: era más fácil dejar de comer antes que vomitar. La piel del labio se salía sola, yo solo daba el último tirón; las llagas no me dejaban dar atracones. A veces me encontraba con estorbos, aprendí a saber con quiénes estar; muchas veces éramos nosotros solos. Mamá me obligaba terminar el plato, me obligaba a lanzar. Vomitar empezó a doler, tenía la campanilla inflamada y la garganta ardía, raspaba. Más de una vez me encontré dormida mientras abrazaba al inodoro, cuando los párpados pesaban y no de sueño. Pero ahí estaban ellos, para apoyarme: comé un chicle, hay aliento a ayunas eternas. 

Con cada paso que daba creía que podía ser el último, quizá el siguiente podía ser en el aire: pesaríamos lo mismo. 

Por fin, me vacío, levito. Un viento fuerte me atraviesa, puedo ver a las hojas que levanta y yo era soy más de ellas. Yo soy. No llegamos igual de alto, ellas van por todas partes y yo apenas veo los primeros pisos de los edificios. Soy de porcelana, fina, suave, limpia, fuerte. La Sacrificio. Mi panza chilla, cada vez más, sonrío, la acaricio; seguimos subiendo. Saludo a los de la terraza, lo estoy haciendo bien. La gravedad ya no influye, la burlo, estoy hecha de aire. Los llamo, salen por mi nariz, posan en mi pecho; les muestro la meta. Nos miramos, sonríen, por primera vez les veo los dientes. Volamos, los llevo a recorrer y tocar las nubes, creíamos que eran suaves, pero son espesas. Debemos esquivar aviones, volamos formando la v con una bandada de pájaros; mis gusanitos miran. Lloramos todos. Floto y cierro los ojos. Tengo un motor en el estómago; no para de hacer ruido, me lleva lejos. Mi apetito es el viento. El hambre es un metro más alto, lo dejo crecer. Me acerco a la estratósfera, el pecho hace fuerza, los pulmones se inflan, no se llenan del todo. Respiro hondo, pero me falta aire; no puedo parar de subir, pero tengo tapones en la nariz. Intento inflar el pecho, rompo una costilla. Ellos gritan; no pueden esconderse acá adentro, ni allá afuera; todo, nos estamos, se está, cayendo. Afuera, en la estratósfera, queda poco oxígeno, lo agarro de a cuotas. Veo una bola de luz acercarse, la piedra nos lleva puestos y se derrite entre nosotros mientras aterrizamos. Caemos con velocidad, nos estampamos contra el suelo. 

Vuelvo a escuchar el pitido, el murmullo de la clínica, los gritos de los bebés naciendo, el motor del respirador. Percibo la voz de mamá a lo lejos, que bien que cocina mamá, que ricas tortas hacía. El chocolate se derrite hasta el suelo, se baña en grana, dos pisos de bizcocho se separan por una capa de dulce de leche; aparece él en el medio, se pasea, llama a sus amigos: se llena de gusanos, ya no tengo ganas de comerla. Contraen, estiran, contraen, estiran; avanzan. Me dicen que es por mi bien, les tiendo la mano, me los trago de nuevo. Vuelvo a mirarla, sigo sin querer torta, ellos la ensuciaron. 

Me pesa el cuerpo, los párpados. La gravedad está más fuerte que nunca. Estoy vacía, pero cargo millones de gusanitos dentro, pesan, los siento moverse, felicitarme. Siento una picazón donde los guardo, en el estómago. Escucho la voz forzada de mamá hablando con el médico, puede que esté llorando. El pitido se hace más rápido. Los escucho festejar a lo lejos; ya no están nítidos. El ruido de la máquina se hace fuerte y marca mis latidos, me gruñe al oído, están yendo rápido. Sí, está llorando. Empiezo a vislumbrar, a sentir las avenidas de mi intestino cargadas de ellos, a sospechar que se están llevando algo, que ya no son gusanos: son larvas, de las que comen cadáveres. 

Pienso en papá, quiero sacarlos, pienso en mamá, es urgente, hago fuerza para expulsarlos. Los interrumpo: estaban empezando a comerme el estómago; les veo el pico: se estaban convirtiendo en buitres. Me gritan que por favor no, que no tengo nadie más que ellos. Siento mi piel abrirse en el vientre; duele como si tuviera ácido encima. El aire entra a la panza, la tengo llena de agujeros. Respiro profundo, parece que por primera vez, lleno los pulmones de aire. Contraigo el abdomen: siento salir a uno de los gusanos por un hueco, lo repito: sale a otro por otro orificio. Una gota me recorre la sien, las sábanas se empapan de transpiración. Dudo de mi fuerza y resistencia. Sin ellos peso todavía menos. Contraigo, expulso un gusano. Me duele la cabeza, puede que tenga uno acá adentro. Con cada uno que sale abro más y más los ojos, siento de a poco las manos: una la agarra papá y la otra mamá. Escucho claro, la enfermera llama a los gritos al médico. Aprieto las manos con fuerza, tengo retorcijones. Ahora también me sostienen las piernas. Con cada impulso levanto la cadera, empujo con fuerza, como si quisiera devolverlos al cielo. Mi piel se desintegra, los agujeros se hacen cada vez más grandes; podemos verlos dentro de mi estómago, intentando esconderse entre las tripas. Salen tres al mismo tiempo, se deslizan sobre el costado de mi abdomen hasta caer en la camilla, la recorren hasta el suelo, sin despedirse se van por el hueco debajo de la puerta. Queda uno, se esconde atrás de la nuca, lo siento moverse, sube por detrás, llega al cráneo. Como un gusano, me contraigo y me estiro, reboleo la cabeza, lo deslizo de un tirón hasta la faringe; nunca tan fácil, sin ayuda de dedos o gusanos, hago una arcada. Lo vomito, sale por donde entró. Abro los ojos por completo: da la sensación que por primera vez. Mamá y papá me dan besos en la frente. 

Volviendo a casa le pregunto a mamá si me puede hacer esas tortas con chocolate y dulce de leche, me dice que sí.


Silvia Finocchietto -- Romance de Angela Baudrix

(Trabajo del Taller de Narrativa 2020.)

Y yo me iré  
como el humo al aire
que no podrá volver
me haré un tornado dulce
un perfume una piel

Gabo Ferro


“Mi querida Angelita: en este momento me intiman a que dentro de una hora debo morir, ignoro por qué; mas la Divina Providencia, en la cual confío en este momento crítico, así lo ha querido. Perdono a todos mis enemigos, y suplico a mis amigos que no den un paso alguno en desagravio o a lo recibido por mí. De los cien mil pesos de fondos públicos que me debe el estado solo recibirás las dos terceras parte, el resto lo dejarás al Estado. Mi vida, educa a esas amables criaturas, sé feliz, ya que no has podido serlo en compañía del desgraciado. Manuel Dorrego”. 
Angela Baudrix no puede olvidar ninguna de las palabras, cada una un dolor, grabadas a fuego en su memoria, si hasta sentía la voz de su Manuel recitándolas. Con su vestido negro de luto y los guantes gastados, un mantón cubriéndola de la cabeza a los pies y la cara oscura como la ropa que lleva, camina trabajosamente, yendo hacia la tumba del coronel. 
No siempre fue así. Era una mujer brava e inteligente. Formada en las cosas del mundo, discutía los pasos a seguir, aun cuando se hablara de cuestiones militares se escuchaba su voz alta y segura proponiendo las formas de pertrechar a las tropas, organizar actividades para conseguir donaciones, convenciendo a conocidos, familiares y amigos para que de alguna u otra forma colaboren con el ejército de los federales. 
En el diario federal El Tribuno se sabía que colaboraba con las publicaciones del coronel, sus ideas estaban entretejidas con las de él, sumergidas en el ideario revolucionario de libertad y de federalismo, o cuando se trataba de refutar los argumentos del Directorio y las políticas centralistas. O cuando se planteaban políticas populares, como fijar precios máximos para productos de primera necesidad.
Ángela sorprendió al mismo Dorrego cuando se enfrentó a la Junta de Observación que dispuso su expatriación en 1816, fundamentando que no se le había permitido ejercer el derecho de defensa ni respetado las libertades individuales.
El 13 de diciembre de 1828, Angela recibió una carta del secretario de Manuel. Juan Vélez le comunicó la decisión de Lavalle; Manuel había sido intimado a morir en dos horas. No había sido una decisión espontánea, la conspiración se orquestó por los unitarios desde que Dorrego asumió el gobierno de la provincia de Buenos aires; se lo acorraló política y financieramente, esperaron el momento exacto para concretar la traición. Las ideas federales y populares del coronel no podían coexistir con el proyecto unitario.  
Ángela conocía estas circunstancias, aún no había podido discernir que sucesos formaban parte de la tela de araña que se tejía en torno a Dorrego y cuales sucesos devenían de los hechos y el fluir natural de la historia. Pero no sospechó el fin.  
El dolor no oculta su enojo, enojo por la sumisión que lo llevó a la muerte, por perdonar a sus enemigos, por no haber solicitado clemencia a sus verdugos.
Cuando lo conoció, gallardo y altivo, firme en sus convicciones y combativo ante sus enemigos, ella tenía flamantes 16 años y el de 28. Se habían enamorado en cuanto se encontraron. Se casaron en 1815, ante la reticencia de la familia que tenía reservas ante este militar díscolo y bromista.
Era otro tiempo. Tiempos de amor y encuentros rápidos y secretos. Tiempo de paseos por las alamedas de San isidro, de citas furtivas a orillas del rio. De la emoción de mirarse y el temblor en la voz. 
Los recuerdos. Recuerda a Manuel yendo o viniendo de una batalla o de un campamento: Tucumán, Salta, Vilcapugio, Ayohuma, las campañas al Alto Perú, la guerra Gaucha, las disputas entre unitarios y federales, el exilio de 4 años en los Estados Unidos.
Cuando partía, a veces años, la ganaba la ausencia, gemía en las noches buscando su mano, su cara. Pero a la hora del regreso compartían los días. Su presencia se imponía en la casa contagiando el dinamismo de su personalidad. 
Ahora Ángela trata de entender esta muerte tan injusta tejida con cada acción e idea de Manuel, previsible cuando enfrentaba a la aristocracia porteña y sostenía sus ideas libertarias, cuando enfrentaba al régimen unitario que exigía que todas las ruedas rueden a la par de la rueda grande.  Cantada cuando desde el diario El Tribuno atacaba a la oligarquía reinante que todo lo refiere a sus miras ambiciosas y engrandecimiento personal y es firme en dominar en lugar de proteger, en destruir en vez de crear.
El General Lavalle desoyó los pedidos de clemencia de familiares y amigos, de camaradas del ejército y gente de la política que rechazaba la medida extrema de la muerte, si no por conveniencia del coronel Dorrego, por los daños que ocasionaría a la República. 
Solo escuchó a quienes lo impulsaron a sentenciar a muerte a Dorrego, a quienes lo convertirán en verdugo. Se apoyó en cartas que recibió y contestó apresuradamente, imprimiendo velocidad al tiempo de la ejecución.
Santiago del Carril, presidente de la Corte Suprema escribió a Lavalle, “… fragüe el acta de un consejo de guerra para disimular el fusilamiento de Dorrego, porque si es necesario envolver la impostura con el pasaporte de la verdad se embrolla; y si es necesario mentir a la posteridad se miente y se engaña a los vivos y a los muertos …”. Esta era la catadura de los revolucionarios unitarios, la intriga a espaldas del pueblo, el quebrantamiento de las leyes para lograr apoderarse del poder y la ausencia de la ética que les imponía la investidura de sus cargos.
Carta del General Lavalle al Almirante Guillermo Brown: “Desde que emprendí esta obra, tomé la resolución de cortar la cabeza de la hidra … Yo, mi respetado general, en la posición en que estoy colocado, no debo tener corazón…. Al sacrificar al coronel Dorrego, lo hago en la persuasión de que así los exigen los intereses de un gran pueblo”. La hidra es una culebra acuática venenosa que vive cerca de las costas, posee siete cabezas que renacen a medida que se van cortando y mata a sus presas inyectándoles toxinas. Es también una criatura mitológica que habita en el lago de Lerna, lugar sagrado conocido como la entrada al inframundo. Adopta diferentes identidades, a veces es dragón, a veces serpiente.
Lavalle no habría previsto que al nombrar a Dorrego como la hidra, no solo le transfería sus cualidades venenosas. Porque la hidra tiene el rasgo más impresionante de la vida en la tierra: es indestructible. No sufre de senescencia, el envejecimiento de las células y vive un promedio de 1400 años. Es un organismo que puede ser triturado y de cada pedazo surgir un nuevo ejemplar. Posee una memoria estructural que le permite dar forma a su nuevo cuerpo gracias a un patrón heredado del esqueleto. Aun cuando la quieran eliminar, por cada cabeza que le corten surgen dos nuevas en forma instantánea, lo único que podría eliminarla es el corte de su cabeza principal con una espada de oro. Esta fue una de las hazañas de Hércules, con la espada de oro que le entrego Hera. Este atributo la hace inmortal.
Lavalle se erigió como el elegido, se pensó el mesías elegido para defender los intereses del gran pueblo, como el héroe sin corazón en defensa de la república. No previó que el pueblo argentino no deseaba el latrocinio, ni que esa acción irreparable lo atormentaría toda su vida ni q la muerte del coronel tendría el efecto contrario al buscado.
La transpolación fue tal que, no contento con ordenar el fusilamiento y ejecutarlo, ordenó se le corte la cabeza y se le destruya el rostro, la destrucción total de la identidad de Dorrego y presumiblemente sus ideas.
Dos días después del latrocinio el coronel Lamadrid visitó a Ángela y le contó los hechos por haberlos presenciado. Las balas tronaron en la cabeza de Ángela, algo cruje en su pecho. 
Imagina a Manuel entregando a Lamadrid la chaqueta que le bordara con alegría las noches de espera  “… para que la tenga en recuerdo de su desdichado esposo…”,  lo ve abrazando cordialmente a Lamadrid en los últimos minutos, calzándose una chaqueta prestada “… para morir dignamente…”, una vez que se sacó los tiradores bordados por Isabel para enviárselos, escucha cuando pide los últimos sacramentos y recomienda a su primo el religioso Juan José Castañer ,”… diles que sean católicos y virtuosas que esa religión es la que me sostiene en este momento… “. Lo ve apoyarse en el paredón y recibir la carga de metralleta y caer, pero no puede imaginarse el sablazo que le arranca la cabeza y los golpes del fusil que le destrozan la cara y rompen el cráneo en pedazos. Una cruz de ñandubay marcará el lugar del fusilamiento.
Isabel recibirá los tiradores que había bordado para su padre con una esquela “Mi querida Isabel, te devuelvo los tiradores que hiciste a tu infortunado padre”. Nunca se repondrá. Cada 13 de diciembre recibirá en la casona que es el hogar de sus padres. Los criados servirán bebidas y tentempiés y minutos antes del fin de la reunión, un mozo recorrerá la sala con una gran bandeja de plata en la que, sobre un plato de porcelana blanca, se portará una cabeza de gallo chorreando sangre, acompasada por la voz de Isabel: “, es la cabeza de Juan Galo Lavalle…”
Ángela y sus hijas vivirán en la indigencia, deberán trabajar en el taller de uniformes del ejército y, en alguna oportunidad, prestarán servicio doméstico, hasta el año 1847 cuando Rosas reconocerá las campañas militares de Manuel Dorrego.
Murió Dorrego ignorando las causas de su muerte y vivió sabiendo a qué ponía el pecho, pensará la tropa. La muerte de Manuel se hará cielito en las pulperías; las últimas cartas a Ángela, Isabel y Angelita se recitarán de memoria en los campos de batalla durante largo tiempo. 

Cielito cielo nublado
Por la muerte de Dorrego,
Enlútense las provincias,
Lloren cantando este cielo

Cielo mi cielito triste
A Dorrego lo mataron
Ya estamos viendo su poncho 
teñido de colorado